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“Se presumía de mucho Monasterio, bien… pero lo más importante eran las mujeres del pueblo”

Elena Unceta

“A mí me importaba tres pitos, la izquierda y la derecha. Yo me preocupaba por las personas, qué personas iban a ser mis hijos. Intentaba darle lo bueno de la izquierda y lo bueno de la derecha. Y así salieron”

ANDREA UNCETA PEREIRA.- Mi abuela siempre me ha dicho que aunque sea hija de mi padre, primero que todo soy Unceta como ella. Siempre he escuchado historias y anécdotas sobre ella, siempre la he admirado tanto (o más) como sé que lo hacen muchas personas de San Lorenzo. Un día, entre bromas, le dije que tendría que hacerle una entrevista para este periódico. Y se reía, pero yo hablaba en serio. Nos sentamos un día, como hemos hecho un montón de veces, a charlar. 

Elena Unceta nació en noviembre de 1937, en Larache, una ciudad costera del noroeste de Marruecos, cuando aún era Protectorado español. Se mudaron a Tánger cuando su madre enfermó, y porque sus hermanos estaban ya terminando el bachillerato. Fue allí donde conoció a José Antonio —que era mi abuelo—.

—Vivimos allí unos años —me cuenta mi abuela—, y tuvimos a nuestros tres primeros hijos. Es un lugar precioso, del que tengo un recuerdo maravilloso. De allí nos fuimos a Cádiz, a la base naval de Rota, donde nació mi cuarto hijo, Santiago. Y luego, por el trabajo de tu abuelo en la estación espacial de la NASA, en Fresnedillas de la Oliva, nos fuimos a vivir a Robledo de Chavela. Pero entonces se nos hizo muy pequeño, porque los niños ya iban siendo mayores. Así que nos vinimos a San Lorenzo del Escorial, para que fueran al colegio de los Agustinos

—¿Hace cuántos años? —le pregunto.

—Pues yo estaba embarazada de tu padre, así que hace… —piensa—unos 55 años. Y ya aquí nació tu tía Marisol. Estrenamos esta calle, la calle Residencia. Vinieron todos nuestros amigos y compañeros de trabajo de José Antonio, de mi marido, y la llamábamos calle Mohammed V.

—¿Por qué? 

—Porque Mohammed V era rey de Marruecos y nosotros éramos de Marruecos. 

Nos reímos las dos.

—Entonces —continúo yo—, ¿viniste a San Lorenzo por el trabajo del abuelo y por los Agustinos?

—Sí, y entonces me encariñé muchísimo con la gente. Encontramos grandes amigos como Ángel Fernández, que lo mismo servía para pasarlo bien un sábado por la noche, como para salir avalista en nuestros créditos —eso no te olvides de ponerlo, me dice tapando el micro que le he enganchado en el cuello de la blusa, que es muy importante—. Ángel Fernández, el farmacéutico. Y hasta ahora que seguimos viviendo aquí, con los mismos vecinos como mi querida Margarita, que la recuerdo como si fuese de mi familia, o la familia Zavallos. Y mi gran amiga para nuestros cafés y nuestros pinchos de tortilla en Los Mariscos, Elena Herranz. Siempre aparecía alguno de sus dos hijos (Santiago o Juan Carlos) y nos decía que ya estábamos ahí otra vez las dos. Siempre: “¡aquí estáis otra vez con la tortilla! ¡Otra vez! Así estáis, las dos”.

 Se ríe con cariño.

—¿Y a qué te dedicabas en un día normal?

—Pues me levantaba a las seis de la mañana y empezaba a levantar niños para el colegio. Atendía muy gustosamente a mis suegros, que se habían venido de Tánger con nosotros. Luego me iba a la papelería (Los Soportales), que antes era de las Amparitos y yo les tomé el relevo.  

—¿Cómo decidiste emprender? ¿Cuál fue el proceso?

—Empecé con muchos miedos y con muchos créditos también. Tuve la suerte de tener el local al lado de Los Mariscos, y la buena de Paquita (la cual recuerdo con mucho cariño, igual que a José y a Gonzalo) me ponía el desayuno en la cocina para que estuviese tranquila. Me ayudaron muchos amigos, pero también tuve muchos obstáculos —dice, pensativa—. No fue nada fácil.

—¿Qué tipo de obstáculos? —le pregunto.

—Pues por ejemplo, todo estaba a nombre de mi marido. Yo un día me negué y dije se acabó, y le dije a mi querido amigo Ángel, del Banco Santander: “pues me voy, ya no vengo más a este banco. Ya estoy hasta las narices de que tenga mi marido que decirme que sí.” Es que yo no podía tomar ninguna decisión, y encima que mi marido no estaba, porque viajaba mucho por su trabajo. Mi dinero no costaba nada más que para entrar a la cuenta que tenía con mi marido. Eso sí, Elena Unceta no podía sacar ni una gorda del banco si él no firmaba. Y un día me levanté torcida. Le dije a Ángel (Banco Santander), “o se pone mi nombre o se acaba la cuenta en este banco.” 

—Pues me parece bien abuela, ¿qué ibas a hacer si no?

—Claro. Yo me aproveché mucho de ser mujer, y me pude aprovechar de las buenas intenciones de mis amigos. 

—¡Ay, abuela! ¡Pero qué dices!

—Es que es verdad —y se ríe—. Y mi amigo Ángel, aunque se enfadaba conmigo muchas veces, yo sé que me quería. Cuando murió tu abuelo me dijo “Elena, con todo lo que te he querido. Y que tú podías con todo. No te pongas a llorar ahora”. Y me puse a llorar, ¿sabes dónde? —niega con la cabeza—. En Ahorramás. 

Y las dos lloramos un poco de la risa, porque qué otra cosa podemos hacer.

—¿Y qué se esperaba de ti como madre? —le pregunto—. Tanto de ti como de otras mujeres en ese momento.

—La verdad que no lo sé, y no me ha importado. Yo he hecho siempre lo que he querido. Miraba a mis hijos de frente y decía, “éste necesita esto”. Y me rompía la cabeza para que lo tuviera.

—¿Crees que ahora las mujeres lo tienen más fácil que antes? Como madres, como emprendedoras, como mujeres en general.

—Pues yo creo que pierden mucho queriendo ser feministas. Se pasa muy bien haciéndote la tonta.

—¡Abuela! —nos reímos—¡No podemos poner eso! 

—Pues es la verdad. Se pierde mucho queriendo ser feministas. Tú eres tú y se acabó. Tú y tus circunstancias. Además, yo entraba al banco diciendo “soy una señora y me tenéis que atender”, en vez de decir que era una pobre señora y no me podían atender.

Mi abuela, que ya a estas alturas de la “entrevista” parece que se le ha olvidado que lleva el micro, me habla con soltura y convicción sobre lo que dice. Como si me estuviera aconsejando, o intentando hacerme entender que no sirve de nada centrarse en luchas feministas cuando lo que importa es conseguir lo que tú quieres y necesitas —sin darse cuenta de que, eso mismo que dice, es lo más feminista que podría decirme, y sin saber lo mucho que la admiro por todo ello.

—Tienes muchos recuerdos con la gente del pueblo, con quienes, imagino, guardas mucho cariño —le digo.

—Sí, y sobre todo con los Agustinos: el padre Eulogio, el padre Samuel, el padre Alfonso, el padre Juanjo… Es que eran muy agradables conmigo, y con mis hijos. Les enseñaron muchos de los valores que ahora tienen todos —eso debes de ponerlo, que no se te olvide, me dice—El padre Alfonso ayudó muchísimo a las italianas. Teníamos en la papelería un acuerdo con los Agustinos del colegio para que comprasen el material. Yo le mandé al padre Alfonso la primera factura, diciendo: esto ya está pagado. Y entonces el padre Alfonso me dijo, no me hagas el descuento. Así, él cubría los gastos de las italianas. 

El pueblo presumía de mucho Monasterio —pausa—, bien. Pero lo más importante eran las mujeres que estaban dentro. Como Marina —todo el mundo sabe quién es Marina, dice ella—. Seguimos con los autobuses Herranz. ¿Por qué estaban? Porque habían nacido de Elena Herranz. Luego, Doña Águeda. Los Mariscos, ¿por qué funcionaban? Porque estaba Paquita. Quiqui en la librería, las mujeres del mercado… Y así era todo, pero era muy importante el Monasterio —repite con algo de sorna bienintencionada—. Pero estaban todas estas mujeres trabajando por las mañanas temprano, y cuidando de sus familias y sus maridos por la tarde y hasta la noche. Nunca he visto que a ninguna le hayan dado una mención de honor. 

—¿Cambió mucho tu vida cuando terminó la dictadura? —le pregunto. Me mira con los ojos muy abiertos, resopla. 

—Vamos a ver —carraspea—. Toda mi familia era de derecha. Toda la familia del abuelo de izquierda. Y a mí me importaba tres pitos, la izquierda y la derecha. Eso es la verdad. Yo me preocupaba por las personas, qué personas iban a ser mis hijos: con Franco o sin Franco, con la derecha o con la izquierda. Intentaba darle lo bueno de la izquierda y lo bueno de la derecha. Y así salieron los Perea. En realidad, yo siempre creí que lo mejor era como se vivía en Marruecos cuando era pequeña.

—¿Preferirías que algunas cosas fueran como antes?

—Recuerdo con muchísimo cariño mi infancia y mi juventud en Marruecos. Porque se vivía muy bien, la gente era muy agradable. Mis padres eran muy agradables también y yo era la más pequeña de todos los hermanos. Y luego cuando me casé, porque fueron mis primeros años de matrimonio, que son muy bonitos. A los 22 años.

—Ay abuela, no me digas eso que sabes que yo tengo 22 años.

—Claro —me dice riéndose—, pero es que no era moco de pavo, ¿eh? No como tú, que te vas a ir a Salamanca con tu perrito, y se acabó, a vivir con tu novio siciliano. Y si te sale mal te vas a casa de tu papá.

Y yo sé que me lo dice con cariño y medio en broma, porque nos reimos, pero también porque en parte, es verdad. Qué hubiera hecho yo si hubiese tenido la vida de mi abuela, no lo sé.

—Y al final te quedaste aquí, en San Lorenzo.

—Sí —me responde ella—, y aquí siguen todos mis hijos y mis nietos también.

—¿Por qué crees que han elegido quedarse a vivir en San Lorenzo del Escorial?

—Yo siempre digo que viven en San Lorenzo del Escorial porque estoy yo, pero es que soy muy pedante —se ríe—. Y que no se te olvide poner lo de Margarita.

—No te preocupes —la aseguro yo—.

—Y para terminar ya, abuela, tu qué opinas, ¿la oveja es de donde nace o de donde pace?

Responde con la voz suave:

—Yo creo que es de donde pace, pero siempre recuerda con mucho cariño donde nace. Siempre recordaré y querré mucho a Marruecos, pero soy de San Lorenzo de El Escorial. Porque mis hijos son de San Lorenzo de El Escorial, y mis nietos son de San Lorenzo de El Escorial.

—¿Quieres decir algo más?

—Dar mi agradecimiento a mis amigos, los que he mencionado y los que no, a los agustinos que ya no están o, a los que están… están como yo para quedarse en casita. 

Y que añoro mucho Marruecos, que tengo un cariño muy especial a Marruecos. Y a los de Marruecos. Es verdad, ¿eh?

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