Los paseos del arte
Amparo Ruiz Palazuelos.- A lo largo de la historia se ha escrito mucho sobre el viaje y los viajeros, hasta tal punto que los libros de viaje representan un género literario con mayúsculas. Sin embargo, la preeminencia del viaje, imbuido aún hoy en una cierta aureola mítico-legendaria, ha dejado en un segundo plano el paseo y los paseantes, olvidándonos con frecuencia que la experiencia de la geografía y el paisaje también están estrechamente ligadas a ellos.
Recordemos que Aristóteles, formado durante veinte años por su gran maestro Platón, siempre recordaría aquel camino, dulcemente umbroso entre templos y fragantes jardines, que le llevaba al bosque de olivos sagrados en el que se hallaba la Academia, a las afueras de Atenas, ciudad a la que regresó después de haber sido durante unos años tutor del hijo menor del rey de Macedonia, el futuro Alejandro Magno.
En los jardines del santuario dedicado a Apolo Licio fundó su Liceo (334 aC) con el fin de poder seguir libremente su línea empírico naturalista, pues pensaba que todo lo que se conoce en el mundo es a través de la experiencia, con la ayuda de la naturaleza. Al año siguiente (335 aC) creó una nueva escuela filosófica, la Peripatética, para enseñar a sus discípulos mientras paseaban al aire libre por el perípatos (patio cubierto) del Liceo o por sus jardines. El ser humano, compuesto de alma y cuerpo, debía tender al equilibrio entre lo físico y lo intelectual para alcanzar su auténtico bienestar.
Dando un salto enorme en la historia, nos encontramos con el escritor y político británico Joseph Addison, principal representante de la tradición pintoresca o verde, que se propuso despertar de nuevo el interés por el paseo. Fundador del periódico The Spectator, empezó a publicar en él su obra ‘Los placeres de la imaginación’ (1711) para ir explicando, a través de sus escritos, que la imaginación es una facultad estética y que las fuentes del placer estético se hallan en la belleza, la grandeza y la singularidad (prerromántico).
Como diplomático, había viajado por toda Europa y había escrito varios diarios de viaje, sin olvidarse jamás de su querida campiña inglesa. Inteligente, amable y con un finísimo sentido del humor, fue moldeando un nuevo lector discreto y con sensibilidad hacia las artes y la naturaleza, creando -a través de su personaje Richard Steele- el modelo perfecto del gentleman moderno, entre cuyas actividades se encontraba la de pasear hecho un dandy.
Más adentrado el siglo XVIII, aparecían los primeros intentos de demostrar que había una relación teórica y práctica entre el acto de pasear y el complejo proceso de aprehensión del territorio y su paisaje por parte del individuo. El paseo se convertía, por primera vez, en un objeto de reflexión filosófica, lo que incidiría en una nueva forma de relacionarse y de vincularse con el paisaje (rural o urbano), relación que había estado hasta entonces monopolizada por las representaciones pictóricas.
En la novela epistolar ‘Werther’ escrita en 1744 por Goethe, el primer romántico alemán, se aludía a los paseos literarios. En 1766 Jean-Jacques Rousseau escribía ‘Las ensoñaciones de un paseante’ y en 1802 aparecía ‘El arte de pasear’ de Karl Gottlob Schelle, un tratado de filosofía popular en toda regla, pero desde una perspectiva más ilustrada que romántica.
En dicho librito, el autor defendía que el paseo no era una cuestión baladí y recomendaba abrir bien los ojos al entorno para beneficiarse conscientemente de su influjo, sin renunciar a las reflexiones, pero dejando que fluyeran en armonía con los sentidos. En este equilibrio entre el pensamiento y la contemplación, entre el bienestar del cuerpo y el cuidado del espíritu radicaba el secreto, puesto que el acto de pasear no era un mero movimiento físico. El paisaje debía ser entendido más como el fruto de un recorrido que una instantánea, más una experiencia que una idea, pues no podía ser descubierto sin un estado de ánimo receptivo por parte del paseante.
Extendía el paseo por las zonas limítrofes de la ciudad -avenidas, jardines o prados- para estar en contacto con la naturaleza humanizada, la que es amable con el que pasea y favorece el encuentro con otros individuos para compartir con ellos ejercicio, arte y placer con el ánimo alegre y el alma serena.
En España Francisco Giner de los Ríos, fundador de la Institución Libre de Enseñanza (ILE), en su libro “Paisaje” (1886) mostraba una nueva forma de observar e interpretar la naturaleza desde el punto de vista educativo: laboratorio natural al aire libre y lugar de esparcimiento para ejercitar el cuerpo y -sobre todo- el alma, pues el goce no es sólo de la vista, sino que toman parte de él todos los sentidos. Padre del Guadarranismo, veía en la Sierra de Guadarrama la mejor aula complementaria para una buena formación humana.
En cuanto al paseo urbano, París se había convertido en el siglo XIX en la ciudad de la flânerie por excelencia. Fue el poeta Charles Baudelaire quien otorgó al término flâneur relevancia social y literaria en su obra ‘El pintor de la vida moderna’ (1863): aller de côte et d´autre en perdant son temps, queriendo significar cómo este tipo de paseante, sin rumbo, dejaba libre la imaginación y divagaba perdiendo su tiempo sin interactuar con nadie.
En el siglo XX, me gustaría destacar a la periodista y escritora Jane Jacobs (1916-2006), quien con su sentido común y alto civismo se enfrentó al mismísimo Robert Moses, creador de las ciudades dormitorio junto a las autopistas, sin calles ni barrios, alegando que en ellas no se podía vivir y proponiendo todo lo contrario.
Cuando el paseo individual se convierte en itinerario socializado surge el camino y eso fue lo que ocurrió cuando, en octubre del año 2016, dimos el primer paso de Los Paseos del Arte. Paseantes y escritora hemos hecho juntos camino al andar durante siete temporadas y el sábado 5 de octubre del 2024, a las 11 de la mañana, comenzaremos la octava desde el kiosco El Molino de Papel, Floridablanca 1, como es habitual…