Antonio Rodríguez-Moñino, un bibliógrafo que forma parte de la Historia
José Antonio Perea Unceta.- Hay historias que constan en los archivos y en las bibliotecas y archivos y bibliotecas que son historia por sí mismos. E incluso archiveros y bibliógrafos que han pasado a la Historia, como es el caso del maríacristino Antonio Rodríguez-Moñino (1910-1970) , encumbrado y denostado por propios y ajenos, como es habitual en nuestro país hagas lo que hagas y valgas lo que valgas.
Lo primero que sorprende de su figura es el interés que suscita actualmente entre los historiadores, pues se han publicado estudios centrados en su vida y su trabajo, como los de Bernal, Infantes y Lama de 2013 o el de Pablo Ortiz Romero de 2022. En ellos -como dice este último- lo primero que se percibe en una “madeja enredada, un puzzle de piezas retocadas y distraídas”, pues le resulta difícil compaginar su papel durante nuestro último conflicto armado interno -al servicio de la República y al frente de sus incautaciones- con el apoyo recibido posteriormente -pese a ser sometido a depuración por el régimen autoritario posterior- por buena parte de la intelectualidad e incluso la alta sociedad. Para los primeros, sin embargo, cada tiempo vivido tuvo una razón de ser y unas circunstancias propias, en las que tuvo que trabajar y en las que tuvo éxito, incluso internacional, con un amplio reconocimiento en Estados Unidos. Lo que se deduce de sus biografías y de las notas que figuran en academias y repertorios (entre ellas una muy prolija de su sobrino el maríacristino y diplomático Rafael Rodríguez-Moñino Soriano en la web de la Real Academia de Historia) es que -al margen de las visiones partidistas- fue un trabajador incansable que dejó un gran legado (con una biblioteca de unos 17.000 ejemplares), influyente en sus estudios y conocido y admirado o repudiado por quienes le conocieron.
Parece ser que su lema personal era Veritas filia temporis (la verdad es hija del tiempo), no muy lejos de la de su alma mater, Vox veritatis non tacet (la voz de la verdad no calla), pero con un matiz, no sé si existencialista o realista, que puede explicar su periplo vital.
Aunque su biografía profesional es muy dilatada y compleja, podemos destacar que -como otros que hemos visto en crónicas pasadas- estudió primero Derecho, parece ser que como obligación familiar y social, y después Filosofía y Letras. En San Lorenzo de El Escorial pudo realizar sus primeros estudios sobre la obra agustiniana y en la Biblioteca Real del Monasterio, obviamente en la revista Nueva Estapa. Aunque vuelve a su Badajoz natal, estudiando -lo hará siempre- temas relacionadas con Extremadura (entre ellos, sobre Benito Arias Montano), pronto se instala en Madrid, participando activamente en la vida tertuliana de la capital. Catedrático de Instituto en Lengua desde 1935, con el inicio de la guerra también comienza el capítulo más controvertido de su biografía -desde la perspectiva actual- que es su participación en la Junta de Incautación y Protección del Patrimonio Artístico. En esos años, para unos, destaca su trabajo “salvando” los fondos de la Biblioteca Nacional y de los archivos históricos, y para otros “expoliando” colecciones privadas, las monedas de oro del Museo Arqueológico Nacional (para fundirlas y comprar armas) e incluso ejemplares de la Biblioteca del Monasterio de El Escorial.
Tras su paso por el frente y superada la contienda, fue sometido a consejo de Guerra y expulsado de su Cátedra de Instituto. Sin embargo, y pese a sus contactos con universidades extranjeras, permaneció en Madrid y desde los primeros años fundó su tertulia en el Café Lion, de la Calle Alcalá (hoy en día una Cafetería Nebraska), escenario de múltiples tertulias de los años treinta (de personajes tan diversos como José Bergamín, Ramón del Valle-Inclán o José Antonio Primo de Rivera) y cuarenta (como José María de Cossío, Gerardo Diego, Dionisio Ridruejo, etc.) y cincuenta (con José López Rubio, Rafael Sánchez Ferlosio o Ignacio Aldecoa).
Siempre en el centro de la intelectualidad y manteniendo la amistad con antiguos compañeros escurialenses (como Dámaso Alonso o Eduardo Aunós), sobrevivió en ese Madrid color sepia gracias a su contratación como bibliotecario del Museo Lázaro Galdiano y director de la Editorial Castalia. Posteriormente, su impresionante labor investigadora -en materias como los romanceros y cancioneros- fue reconocida con su puesto de profesor en la Universidad de Berkeley desde 1960 y su Vicepresidencia de la Hispanic Society of America, y -después de un intento fallido- con su ingreso en la RAE en 1966. A pesar de su pasado republicano -y de aquellos episodios que siempre le perseguirían- tuvo el apoyo permanente y persistente de escritores como Camilo José Cela, Ramón Menéndez Pidal, Pedro Laín Entralgo, Vicente Aleixandre y los antes citados Dámaso Alonso, Gerardo Diego y José María de Cossío, entre otros.
Su legado fue, como decía, impresionante, no solo en volumen, cuya mayor parte se entregó a la RAE, y también a la Biblioteca de Cáceres y la de Berkeley, sino también en calidad, con manuscritos de Quevedo, de las obras de Juan de Mena o del Amadís de Gaula.